Un viajero muy cansado llegó a la orilla de un río y se
percató que no había un puente por el cual se pudiera cruzar.
Era invierno y la
superficie del río se hallaba congelada.
Obscurecía y deseaba llegar pronto al
pueblo que se encontraba a poca distancia del río, mientras hubiera suficiente
luz para distinguir el camino.
Llegó a preguntarse si el hielo sería lo suficientemente
fuerte para soportar su peso.
Como viajaba solo y no había nadie más en los
alrededores, una fractura y caída en el río congelado significaría la muerte;
pero pasar la noche en ese hostil paraje representaba también el peligro de
morir por hipotermia.
Por fin, después de muchos titubeos y miedos, se arrodilló y
comenzó, muy cauteloso, a arrastrase por encima del hielo.
Pensaba que, al
distribuir el peso de su cuerpo sobre una mayor superficie, sería menos
probable que el hielo se quebrara bajo su peso.
Después de haber recorrido la
mitad del trayecto en esta forma lenta y dolorosa, de pronto escuchó el sonido
de una canción detrás de sí.
De la noche salió un carruaje tirado por cuatro caballos,
lleno de carbón y conducido por un hombre que cantaba con alegría mientras iba
en su despreocupado camino.
Allí se encontraba nuestro temeroso viajero, arrastrándose
con manos y pies, mientras, a su lado, como un viento invernal, pasaba el
alegre y confiado conductor con su carruaje, caballos y pesada carga por el
mismo río.
Esta historia nos ilustra cómo muchas personas pasan por las
dificultades que les presenta la vida:
Unos se quedan en la orilla de la indecisión, incapaces de
decidir qué camino tomar.
Otros prefieren permanecer allí, tratando de reunir
suficiente valor para llegar al otro lado del problema en que se encuentran.
Algunas personas se arrastran en la vida por temor a que las dificultades se
les vuelvan adversas (se les rompa el hielo).
Su fe no es lo bastante fuerte
para sostenerlos de pie en medio de la adversidad.
Existen los que van silbando
por el camino.
Saben en quién tienen puesta su confianza y su fe es inquebrantable.
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