La realidad no
es “blanco y negro” o “buena o mala”. Si pensamos en esos términos, somos
rígidos y no damos lugar a matices o puntos de vista.
2.- No generalizar demasiado.
Alguien mintió o no acudió a
la cita, pero eso no significa que ocurra en todos los casos.
Conclusiones que
comiencen con “siempre” o “nunca” suelen conducir a exageraciones.
3.- No focalizar en el peor detalle.
Las situaciones tienen
distintos puntos de vista. Si elegimos centrarnos en lo peor, todo se verá mal.
Por ejemplo, dar más importancia a críticas que a elogios.
4.- No minimizar lo bueno.
Siempre hay algo positivo para
destacar. Si lo pasamos por alto o lo desvalorizamos, perdemos la oportunidad
de apreciar sus ventajas.
5.- Por menos o por más.
Nos equivocamos tanto cuando
exageramos la importancia de un problema como cuando minimizamos nuestras
capacidades para afrontarlo.
6.- Evitar las predicciones.
Ante indicios confusos o que
nos despiertan ansiedad, anticipamos la peor conclusión.
Pensar que algo saldrá
mal incide en su resultado.
7.- Decir “no” a las suposiciones.
En nuestra comunicación
cotidiana es frecuente que creamos que otro, amigo, pareja, compañero, piensa o
siente de un modo.
¿Cómo sabemos que es así? Preguntar es mejor que suponer.
8.- Huir de la victimización.
Frases o sentimientos como
“¿por qué me toca siempre a mí?” o “siempre tengo mala suerte” o “¿por qué a
los otros sí y a mí no?” nos alejan de la responsabilidad sobre nuestros actos.
9.- No poner ni ponernos etiquetas.
Al equivocarnos, no toda
nuestra persona merece ser descalificada; y algo similar ocurre cuando otros
cometen errores.
No es lo mismo decir “esto lo hice” que “soy un tonto”. Pero
atención: tampoco responsabilizar a los demás por errores propios.
10.- Poner límites a la propia responsabilidad.
Si nos
creemos responsables de cada problema, una separación, un hijo que desaprueba,
etc., sólo sentiremos culpa.
Esta idea, sin embargo, oculta otra, más negativa
aún: creer que todo está bajo nuestro control.
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