La actualidad nos
encuentra con algunas características que definen nuestro contexto en todos los
estratos sociales. Las sociedades priorizan al individuo sobre la comunidad, al
narcisismo es una virtud, el consumismo es un ideal y la satisfacción es una
necesidad que debe saciarse a corto plazo.
En este marco, algunos valores quedaron en el pasado. La
moral es observada como un
a solemnidad innecesaria, la disciplina es mucho esfuerzo,
la generosidad es tildada como un signo de debilidad y los límites son
políticamente incorrectos.
Este mundo, hace algunas décadas atrás, era propio
de los adolescentes, pero allí estaban los adultos para aportar valores, para
criar a los niños y a los jóvenes en la toma de conciencia sobre la importancia
de entender que la libertad acaba dónde empieza la de los demás. Los principios
éticos eran los parámetros para poder funcionar en sociedad.
Hoy los adultos están
desbordados, les cuesta decir que no, le tienen miedo a sus hijos y así,
sobreviene la soledad de un niño que grita con sus actos que necesita a sus
padres, a sus maestros, a alguien que le marque la diferencia entre el bien y
el mal. Piden moral y no se la dan.
Educar es un acto de amor. Los límites son
todo lo contrario al castigo o la opresión, son el vehículo para el crecimiento,
el pensamiento crítico, la reflexión, la palabra en lugar del acto sinsentido y
por sobre todas las cosas, son el alma de la construcción de la moral, base
fundamental para vivir una vida de valores.
La educación es la respuesta a la mayoría de los dolores.
Cuando un niño pueda ver en su sociedad un sitio en el cual el futuro es una
esperanza y no una fatalidad, la historia dirá que el silo XXI resignificó sus
heridas.
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