En una de las batallas en las que
participó su ejército perdió a su hijo, y eso le dejó profundamente
consternado.
Nada de lo que le ofrecían sus súbditos lograba alegrarle.
Un buen día un tal Sissa se presentó en su corte y pidió
audiencia. El rey la aceptó y Sissa le presentó un juego que, aseguró,
conseguiría divertirle y alegrarle de nuevo: el ajedrez.
Después de explicarle las reglas y entregarle un tablero con
sus piezas el rey comenzó a jugar y se sintió maravillado: jugó y jugó y su
pena desapareció en gran parte. Sissa lo había conseguido.
Sheram, agradecido por tan preciado regalo, le dijo a Sissa:
- Sissa, quiero recompensarte dignamente por el ingenioso
juego que has inventado.
El sabio contestó con una inclinación:
– Soy bastante rico como para poder cumplir tu deseo más
elevado –continuó diciendo el rey–. Di la recompensa que te satisfaga y la
recibirás.
Sissa continuó callado.
– No seas tímido –le animó el rey-. Expresa tu deseo. No
escatimaré nada para satisfacerlo.
– Grande es tu magnanimidad, soberano. Pero concédeme un
corto plazo para meditar la respuesta. Mañana, tras maduras reflexiones, te
comunicaré mi petición.
Cuando al día siguiente Sissa se presentó de nuevo ante el
trono, dejó maravillado al rey con su petición, por su modestia.
– Soberano –dijo Sissa–, manda que me entreguen un grano de
trigo por la primera casilla del tablero del ajedrez.
– ¿Un simple grano de trigo? –contestó admirado el rey.
– Sí, soberano. Por la segunda casilla ordena que me den dos
granos; por la tercera, 4; por la cuarta, 8; por la quinta, 16; por la sexta,
32…
– Basta –le interrumpió irritado el rey–. Recibirás el trigo
correspondiente a las 64 casillas del tablero de acuerdo con tu deseo; por cada
casilla doble cantidad que por la precedente. Pero has de saber que tu petición
es indigna de mi generosidad. Al pedirme tan mísera recompensa, menosprecias,
irreverente, mi benevolencia. En verdad que, como sabio que eres, deberías
haber dado mayor prueba de respeto ante la bondad de tu soberano. Retírate. Mis
servidores te sacarán un saco con el trigo que necesitas. Sissa sonrió,
abandonó la sala y quedó esperando a la puerta del palacio.
Durante la comida, el rey se acordó del inventor del ajedrez
y envió para que se enteraran de si habían entregado ya al reflexivo Sissa su
mezquina recompensa.
– Soberano, tu orden se está cumpliendo –fue la respuesta–.
Los matemáticos de la corte calculan el número de granos que le corresponde.
El rey frunció el ceño. No estaba acostumbrado a que
tardaran tanto en cumplir sus órdenes.
Por la noche, al retirarse a descansar, el rey preguntó de
nuevo cuánto tiempo hacía que Sissa había abandonado el palacio con su saco de
trigo.
– Soberano –le contestaron–, tus matemáticos trabajan sin
descanso y esperan terminar los cálculos al amanecer.
– ¿Por qué va tan despacio este asunto? –gritó iracundo el
rey–. Que mañana, antes de que me despierte, hayan entregado hasta el último
grano de trigo. No acostumbro a dar dos veces una misma orden.
Por la mañana comunicaron al rey que el matemático mayor de
la corte solicitaba audiencia para presentarle un informe muy importante.
El rey mandó que le hicieran entrar.
– Antes de comenzar tu informe –le dijo Sheram–, quiero
saber si se ha entregado por fin a Sissa la mísera recompensa que ha
solicitado.
– Precisamente para eso me he atrevido a presentarme tan
temprano –contestó el anciano–. Hemos calculado escrupulosamente la cantidad
total de granos que desea recibir. Resulta una cifra tan enorme…
– Sea cual fuere su magnitud –le interrumpió con altivez el
rey– mis graneros no empobrecerán. He prometido darle esa recompensa y, por lo
tanto, hay que entregársela.
– Soberano, no depende de tu voluntad el cumplir semejante
deseo. En todos tus graneros no existe la cantidad de trigo que exige Sissa.
Tampoco existe en los graneros de todo el reino. Hasta los
graneros del mundo entero son insuficientes. Si deseas entregar sin falta la
recompensa prometida, ordena que todos los reinos de la Tierra se conviertan en
labrantíos, manda desecar los mares y océanos, ordena fundir el hielo y la
nieve que cubren los lejanos desiertos del Norte. Que todo el espacio sea
totalmente sembrado de trigo, y toda la cosecha obtenida en estos campos ordena
que sea entregada a Sissa. Sólo entonces recibirá su recompensa.
El rey escuchaba lleno de asombro las palabras del anciano
sabio.
– Dime cuál es esa cifra tan monstruosa –dijo reflexionando–.
– ¡Oh, soberano! Dieciocho trillones cuatrocientos cuarenta
y seis mil setecientos cuarenta y cuatro billones setenta y tres mil
setecientos nueve millones quinientos cincuenta y un mil seiscientos quince
(18.446.744.073.709.551.615) granos de trigo.
El rey se quedó de piedra. Pero en ese momento Sissa
renunció al presente.
Tenía suficiente con haber conseguido que el rey volviera
a estar feliz y además les había dado una lección matemática que no se
esperaban.
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