Madre, ha llegado la hora de que me vaya. Me voy.
Cuando la oscuridad palidezca y dé paso al alba solitaria,
cuando desde tu lecho tenderás los brazos hacia tu hijo, yo te diré: ‘El niño
ya no está’. Me voy, madre.
Me convertiré en un leve soplo de aire y te acariciaré;
cuando te bañes, seré las pequeñas ondas del agua y te cubriré incesantemente
de besos.
Cuando, en las noches de tormenta, la lluvia susurrará sobre
las hojas, oirás mis murmullos desde tu lecho, y de pronto, con el relámpago,
mi risa cruzará tu ventana y estallará en tu estancia.
Si no puedes dormirte hasta muy tarde, pensando siempre en
tu niño, te cantaré desde las estrellas: ‘Duerme, madre, duerme’.
Me deslizaré a lo largo de los rayos de la luna hasta llegar
a tu cama, y me echaré sobre tu pecho mientras duermas.
Me convertiré en ensueño, y por la estrecha rendija de tus
párpados descenderé hasta lo más profundo de tu reposo. Te despertarás
sobresaltada y mientras mires a tu alrededor huiré en un momento, como una
libélula.
En la gran fiesta de Puja, cuando los niños de los vecinos
vengan a jugar en nuestro jardín, yo me convertiré en la música de las flautas
y palpitaré en tu corazón durante todo el día.
Llegará mi tía, cargada de regalos, y te preguntará:
‘Hermana, ¿dónde está el niño?’ Y tú, madre, le contestarás dulcemente: ‘Está
en las niñas de mis ojos, está en mi cuerpo, está en mi alma’.
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