Había una vez un sabio que solía ir a una cabaña solitaria
para escribir.
Tenía la costumbre de caminar por la playa antes de comenzar su
trabajo.
Un día, mientras caminaba junto al mar, observó una figura
humana que se movía como un bailarín.
Sonrió al pensar en alguién bailando para
saludar el día.
Apresuró el paso, se acercó y vio que se trataba de un joven y
que no bailaba, sino que se agachaba para recoger algo y suavemente lanzarlo al
mar.
A medida que se acercaba, le saludo:
- Buenos días, joven. ¿Qué estás haciendo?
El joven hizo una
pausa, se dio la vuelta y respondió:
- Arrojo estrellas de mar al agua, señor.
- ¿Por qué lo haces?
- Anoche la tormenta dejó miles de estrellas en la playa,
hoy hay sol fuerte y la marea está bajando, si no las arrojo al mar, morirán.
- ¡Pero hombre! -replicó el sabio-, no te das cuenta de que
hay cientos de kilómetros de playa y miles de estrellas de mar.
¿Realmente piensas que tu esfuerzo tiene sentido?
El joven escuchó
respetuosamente, luego se agachó, recogió otra estrella de mar, la arrojó al
agua y dijo: Para esta estrella que está ahora en el agua, sí tuvo
sentido.
La respuesta
sorprendió al hombre.
Se sintió molesto, no supo qué contestar y regresó a su
cabaña a escribir.
Durante todo el día,
mientras escribía, la imagen de aquel joven le perseguía.
Intentó ignorarlo,
pero no pudo.
Finalmente, al caer la tarde, se dio cuenta que a él, el sabio,
se le había escapado la naturaleza esencial de la acción de aquel joven.
Él
había elegido no ser un mero observador en el universo y dejar que pasara ante
sus ojos.
Había decidido participar activamente y dejar su huella en él.
Se
sintió avergonzado y esa noche se fue a dormir preocupado.
A la mañana
siguiente se levantó sabiendo que debía hacer algo.
Fue a la playa y encontró
al joven realizando la misma tarea que el día anterior, esta vez, pasó el resto
de la mañana arrojando estrellas de mar al océano junto a él.
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